lunes, 10 de marzo de 2014

Esmalte en diferido

Si tuviera que elegir, no elegiría nada. Si tuviera que quedarme con algo, me quedaría con todo. Incluyendo lo mejor, salvando a lo peor. Lanzaría todos mis flotadores para que no se ahogase la sensación de tus veinte dedos rogando y con el mazo dando. Restauraría los centenares de piedras clavándose en mis rodillas, amoratándome los antebrazos y rompiéndote el sacro la noche que más calor hizo de la historia.

Si tuviera que recordar, intentaría no olvidar los días que el cielo se ponía rojo mientras nos veía y nosotros olíamos a azul, a su costa y a toda costa. Si tuviera que repetir, seguramente escogería mis noches en el taller de costura. Soplaría a través de los corazones que usé a modo de colador y con los que intenté filtrar tus costumbres. Y las mías. Recordaría también, que una vez tuve el corazón granate y que la sangre negra sabe a coca cola sin gas.

Si tuviera que acostumbrarme a algo, me acostumbraría al sabor que despide tu dedo índice corriendo en contra de la aguja segundera de un reloj con péndulo encima de una chimenea hasta pararlo. Si tuviera que quemar algo, quemaría todos los relojes con péndulo que estuvieran encima de alguna chimenea y tu dedo indicador quedaría empleado de indicarme los lunares que quieres que te bese, empezando por el punto de encuentro que tienes en labio, terminando por el que tengo yo en la nariz.

Si tuviera que hacer algo, haría que nunca dejases de exclamar eso muy tuyo que siempre dices después de quererme, algo así como ¿Ya es esta hora? Y eso que del reloj con péndulo ya no quedan ni las cenizas pero le ha dado luz al fuego en nuestro baile de abrazos.

Si tuviera que pedirte algo, te pediría que no dejes de hacer lo que haces.

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