Si tuviera que elegir, no
elegiría nada. Si tuviera que quedarme con algo, me quedaría con todo.
Incluyendo lo mejor, salvando a lo peor. Lanzaría todos mis flotadores para que
no se ahogase la sensación de tus veinte dedos rogando y con el mazo dando.
Restauraría los centenares de piedras clavándose en mis rodillas, amoratándome
los antebrazos y rompiéndote el sacro la noche que más calor hizo de la
historia.
Si tuviera que recordar,
intentaría no olvidar los días que el cielo se ponía rojo mientras nos veía y
nosotros olíamos a azul, a su costa y a toda costa. Si tuviera que repetir,
seguramente escogería mis noches en el taller de costura. Soplaría a través de
los corazones que usé a modo de colador y con los que intenté filtrar tus
costumbres. Y las mías. Recordaría también, que una vez tuve el corazón granate
y que la sangre negra sabe a coca cola sin gas.
Si tuviera que acostumbrarme a
algo, me acostumbraría al sabor que despide tu dedo índice corriendo en contra
de la aguja segundera de un reloj con péndulo encima de una chimenea hasta
pararlo. Si tuviera que quemar algo, quemaría todos los relojes con péndulo que
estuvieran encima de alguna chimenea y tu dedo indicador quedaría empleado de
indicarme los lunares que quieres que te bese, empezando por el punto de
encuentro que tienes en labio, terminando por el que tengo yo en la nariz.
Si tuviera que hacer algo, haría
que nunca dejases de exclamar eso muy tuyo que siempre dices después de
quererme, algo así como ¿Ya es esta hora? Y eso que del reloj con péndulo ya no
quedan ni las cenizas pero le ha dado luz al fuego en nuestro baile de abrazos.
Si tuviera que pedirte algo, te
pediría que no dejes de hacer lo que haces.
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