Vuelvo a tu bahía
seca y de umbría,
vuelvo con las uñas
largas a escarbar
en la ceniza por ver
si encuentro entre tanta discordia
algún sentimiento que
al fin me diga quién eres.
Vengo del norte que
perdiste
a darle luz e
identidad a las paredes de mi vida,
que desde el luto de
tu recuerdo
gritan aterrorizadas
tu nombre, Nerón.
Reinó la paz y no estuviste
de acuerdo,
y se hizo de noche en
mi casa
y no contaron mis
siete lunas
con las inocentes brasas
de tus pupilas mirando mi coliseo.
Y no contaron las
riendas de mis manos
con el caballo marrón
de madera,
infectado de osadía,
que tienes por corazón
y que hace que la
guerra te galope por la sangre,
y eso eres, nada más
que eso eres.
Vacío, guerra, veneno
y fuego.
El caballo de madera
de tu juventud sin domar
que arrasa y
convierte en humo a todo imperio
por el que va
pasando.
Pero yo tracé con el
arrastre de tu cruz
la línea divisoria de
tu frontera con la mía
y tampoco quisiste la
paz,
tú quisiste desertar
del todo mi alma silvestre
y lanzaste tu última
flecha encendida
desde tu amor
inverso,
ese que sólo tú
respetas y llamas Roma,
ese en el que sólo
vives y gobiernas tú, Nerón.
Y tal fue tu
pretensión
que ahora ni el
mismísimo ángel negro
quiere custodiar las
suelas de tus zapatos,
y es que no hay clavo
que te sujete,
no hay juez que te
sentencie,
ni cuerdas que te
amarren
porque tan solo eres
vacío, guerra, veneno y fuego,
un insidioso
laberinto de hormigón armado,
un montón de
recuerdos salvados de tus llamas,
una energía tan negra
y decadente
que hace explotar las
ventanas de tu averno.
Niño perdido,
emperador de la
venganza ciega,
porque tan sólo en
eso mandas,
con tu acorchada y blanca
garganta
pero sin voz. Sin voz ya.
Caballo revuelto y
corazón de madera,
que me rogaste
guardar y que no sabes,
que también ardió
contigo y con tu inversa Roma.
Y vengo del norte que perdiste
y nunca sabré quien eres. Ni quién fuiste.
Y vengo del norte que perdiste
y nunca sabré quien eres. Ni quién fuiste.