Para no echar en falta,
lo que hago es coleccionar olores.
Dejo de lavar las camisas de los abrazos de
fuerza, no duermo sobre almohadas que cuenten las mejores historias nocturnas
que jamás se hayan soñado.
Para no echar en falta, intento
no borrar las huellas agrietadas
de unos labios que en algún momento chocaron
en el carril curvo de mis vértebras.
Me convierto en el más
arraigado de los ermitaños
que se encierra en su agujero,
que no es ni más ni
menos que el que se esconde
debajo de la montaña de tu ropa tirada por mi
cuarto.
Para no echar en falta,
le propongo una traslocación indecente
a los días de la semana, emparento
domingos y lunes,
drogo a martes y a miércoles,
hago orgías sexuales con el
jueves y el viernes,
y al sábado lo mando a comprar tabaco, por eso de que no
vuelva.
Busco el vendaval más
cálido tras el cual quedarme dormido,
o como mínimo, donde hacer que los
abanicos oculares de arriba
puedan besar irónicamente a los de abajo,
sin
acercarse mucho, no vaya a ser que no te vean venir, si vienes.
Para no echar en falta,
convierto cada uno de mis recovecos
en la pista para descubrir al autor de un
crimen de vida perfecto,
uso cada ventana para echar fuera la luz de adentro
y
sacar medio cuerpo para gritarle al mundo tu locura,
que tus crímenes en lugar de matar, dan vida.
Que eres el depredador más
voraz que existe,
que cada zarpazo en mis costillas es un orgasmo para gemir,
que muerdes camuflando besos
y cada vez que te vuelves vulnerable a mi rigidez
yo renuncio a eso de aprovechar y derrocar tu fuerza
y que a pesar de
intercambiar los papeles,
perdonarte la vida me da a mí la mía.
Para no echar en falta,
lo que hago es sembrarte
en todos los jardines por los que paseo,
estamparte en
cada uno de los espejos en los que me miro.
Lo que hago, es quererte de más,
porque es, permíteme que te diga,
lo único que sé hacer.
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