Él amasaba las nubes con
las manos
dando forma a lo que ella
pensaba,
arqueaba el pecho y era
flecha vivaz
que destrozaba en pedazos
el sol
cuando ella quería besar
a oscuras.
Ella hizo de la puerta de
su casa un santuario,
donde idolatraba, olía y besaba
las manos
que a él habían abrazado
en cada despedida
a la hora en que los
relojes no dejaban correr su arena
y las calles bostezaban.
Él componía canciones de
amor
con el ruido de los
despertadores de unos vecinos
que no eran los suyos
y con los brazos en
triunfo e incendiados
traía el nuevo día a una
calle de la que se sentía rey.
Ella pactaba un silencio
sepulcral
con las escaleras que la
llevaban de nuevo
a un sueño que centrifugaba,
dejando en la entrada los
tacones y las ganas
de algo que no fueran
encontrarlo otra vez a él.
Él difuminaba a punto de
acuarela
madrugadas y amaneceres
con la boca,
descongelaba el
termómetro con las manos
y pestañeaba formando un vals
al ritmo que ella inflaba
el vientre respirando.
Ella salvaba el mundo
poniendo los pies en la tierra,
cortando de sus alas un
globo azul
por cada beso que no daba
y que volaba dando color
a la felicidad
que él llevaba dibujada
en la muñeca.
Él se olvidaba de soñar
cuando cerraba los ojos
y decía que soñar era su
sueño,
que soñaba que sus días
con sus noches
eran lo que ella soñaba,
y por eso soñaba con
ella.
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